por Moisés Cárdenas
Ricardo empezó su trayectoria musical en la República del Zorzal, lugar que consideró su recinto sagrado. Sus canciones se escuchaban en los aparatos móviles, en las radios portátiles de pulso, computadoras, y en los negocios y locales de las ciudades. Ricardo recibió varios discos de oro y estuvo entre los mejores artistas de las primeras décadas del siglo XXI.
Una noche de verano, un fuerte viento azotó la isla de Palmira, mientras él se encontraba en un Domo de madera y cristal. Ante la furia del viento, se apoyó sobre una mesa. Sus ojos miraron los cuadros y fotografías de los conciertos que había dado en la Republica del Zorzal y en Alcancía, su país de origen. El viento zarandeaba bruscamente el Domo como si fuera a romperlo en mil pedazos.
Por la mente de Ricardo, pasó el recuerdo del día que sus detractores quemaron sus discos frente a la capilla La Victoria. Sus opositores lo consideraban un hereje. El motivo: una canción donde decía que el hijo de Dios se había ido a otro planeta con el ángel oscuro, porque ambos estaban hartos de la humanidad. Los ojos de Ricardo se fijaron en un poster de un hombre arrodillado mirando a un cielo estrellado, a los pies de él, se leía: S.O.S.
Mientras él observaba con atención el afiche, el viento golpeó los cristales de la vivienda, pensó que saldría volando del lugar. Entonces, cerró sus ojos y recordó aquel día cuando coreaba «Desnúdate», tema musical que superó el récord de ventas en las primeras décadas del siglo XXI.
Ese día, Ricardo estaba parado frente a una gran multitud en el Estadio Arena de la ciudad de Aires, lugar donde había realizado su primer concierto. Sin embargo, sus manos ya no eran las mismas, se notaban arrugadas, propias de un hombre de setenta años de edad. Su cabello era canoso, que brillaba por los reflectores del escenario. A pesar de que mantenía una voz cuidada, su cuerpo ya no era el mismo de sus años joviales. Pero cantó y la multitud coreó sus letras.
Después de cantar sus mejores temas, Ricardo llamó al escenario, a un muchacho que leía poemas en un canal de televisión online. El músico admiraba los versos del joven, lo contactó y lo invitó al concierto. El chico subió feliz. Una mujer que tocaba en la agrupación musical de Ricardo le extendió el micrófono.
Los ojos del cantante se fijaron en un papel que sostenía el muchacho. Extendió sus manos hacia al auditorio y con un giño lo invitó a leer el poema. El joven con timidez, respiró de manera lenta, y leyó:
Porque te vi sentada frente al mar
y descubrí que tu mirada
ya no está,
tus ojos se alejaron con las olas del mar
la barca se llevó los años
y alejó la caja musical.
Busqué todas las notas que acompañaran
los versos que gritaba la guitarra
pero las cuerdas se reventaron
porque no pudiste regresar.
Cuando el muchacho terminó la lectura, la multitud aplaudió. Los ojos del músico se aguaron y se le cruzó un fuerte nudo en la garganta como si fuese la punta de un afilado cuchillo. El joven miró en silencio al cantante y salió del escenario algo cabizbajo. De inmediato se bajaron las luces, y sonó de fondo el tema «Mujer». Ricardo se retiró del escenario y alcanzó al joven. Los espectadores coreaban efusivamente el nombre del cantante, pero él no aparecía.
—Tu poema refleja mi vida artística. Es una metáfora de lo que me va a pasar. La que está sentada frente al mar, es la música, y pronto se alejará.
El joven miró pensativo al cantante, sintió una punzada en su pecho, bajó sus ojos hacia el papel y se lo obsequió. Ricardo, callado, caminó hacia su camerino. El joven se quedó en la puerta, totalmente confundido.
En las gradas del estadio la gente estaba desesperada. Pedían a gritos que saliera Ricardo a cantar de nuevo. Unas personas que trabajaban con él, tocaron varias veces la puerta de su camerino, pero él no respondió al llamado. El poeta se preocupó junto con varios músicos que aguardaban expectantes. Una señorita vestida de negro, tocó de nuevo a la puerta, entonces Ricardo salió.
Miró a todos en silencio. Esta vez, estaba vestido de otra manera. No llevaba puesto el jean, ni la chaqueta de cuero negra, ni sus botas vaqueras. Se había cambiado de ropa. Tenía un pantalón de vestir color marrón oscuro y una camisa blanca de manga corta. Todos sus compañeros quedaron estupefactos al verlo. La ropa que llevaba puesta, invocaba su edad. Ricardo miró a la gente que lo rodeaba, y dijo que iba a cantar «Segundos». Entonces se dirigió lentamente hacia el escenario.
Las luces brillaron sobre su rostro, la gente aplaudió emocionada, sin darse cuenta del look que llevaba. De pronto, las cuerdas de una guitarra se rompieron, y unos cables que estaban en el escenario chispearon. Ricardo sintió un fuerte dolor de cabeza, comenzó a marearse. El joven poeta corrió hacia los cables, intentó repararlos, pero las chispas lo alejaron. La muchacha del vestido negro, tomó al artista del brazo y lo llevó rápidamente hacia el camerino. Los ojos del cantante se cerraron.
El viento empezó a menguar, Ricardo dejó de mirar el afiche, caminó hacia la ventana y escuchó el ladrido de unos perros. Las luces dentro del Domo, titilaron varias veces, entonces buscó en su habitación un reloj de pulso que irradiaba una gran luz, que estaba sobre una mesita de madera. Al salir de su dormitorio, se tropezó con un antiguo mueble, que se balanceó de un lado a otro, hasta que, de unas de sus gavetas, salieron varias tarjetas, papeles sueltos, pequeños cuadernos de notas; junto con una hoja algo amarillenta, que cayeron al piso. Ricardo se agachó lentamente, levantó el papel y lo abrió. Sus ojos se bañaron de lágrimas cuando giró el poema sobre sus manos, que años atrás había anunciado su ocaso.
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