HOTEL MUERTE

por C.G.Demian

Todo comenzó un viernes, cuando Luis Sánchez se asomó a la ventana de su habitación, durante la madrugada. Hacía frío. Una niebla gris había tomado las calles de la ciudad, volviéndola borrosa, indefinida. Luis apenas alcanzaba a ver a diez pasos de distancia. No podría identificar el qué, pero algo le impulsaba a quedarse allí, observando. La humedad le calaba los huesos, la piel del rostro estaba fría como la de un muerto, sin embargo, no era capaz de cerrar el cristal y regresar a la cama. Tuvo la impresión de que algo lo retenía, obligándolo a mirar aquello que no podía ver. Entonces recordó porqué se había levantado. El maullido de un gato, lastimero como el llanto de un bebé, lo había despertado. Se sintió inquieto y, después de intentar durante algún tiempo volver a dormirse, tuvo que acercarse a la ventana. El cristal estaba empañado por la niebla, y nada podía ver. Ahora volvía a escuchar a aquel gato. Un gato negro y grande, de ojos brillantes y zarpas largas y afiladas. Así lo imaginó Luis, aunque ni siquiera había visto su sombra.
El maullido se repetía una y otra vez, pero Luis era incapaz de encontrar al animal. Finalmente se rindió, cerró la ventana y regresó a la cama, con la cara como un tempano de hielo y la mente embotada. Se tumbó sobre el lecho y se cubrió con las mantas. Durante algún tiempo permaneció inmóvil, tiritando, con la imagen en la retina, de aquel gato que no había visto. Poco a poco entró en calor y, arrullado por el llanto del gato, se durmió.

A la mañana siguiente despertó hecho un ovillo. Las rodillas tocaban su pecho, sostenidas por la fuerza con sus brazos. Le dolía la espalda, todos los huesos en realidad. ¿Había sufrido pesadillas? No podía recordarlo. Quizás durante el día recordara alguna cosa, a veces sucedía. A pesar del dolor de huesos, se vistió y salió a la calle para ir al trabajo. Su cuerpo le decía que aquella sería una jornada muy larga. Y lo fue.
De regreso a casa, se metió en la cama sin cenar. Tan solo deseaba cerrar los ojos y desconectar su cerebro. No tardó en conseguirlo. Eran las ocho y media de la tarde. Sobre la media noche despertó sobresaltado. El maullido de aquel gato se había colado en su mente, abriéndose paso como un martillo neumático. Miró a la ventana para descubrir que el cristal estaba completamente empañado. Afuera, la misma niebla gris lo envolvía todo. El sonido del reloj de agujas de la pared martilleaba el paso el tiempo. Esta vez no se levantó, sabía lo que iba a encontrar al otro lado del cristal: una niebla infranqueable y un frío glacial. Permaneció tendido en la cama, mirando al techo, con el sudor bañando su cuerpo y el corazón atenazado. Apretó los ojos con fuerza, como si aquella acción pudiera protegerle del horror que lo envolvía. Entonces apareció la figura de un gato negro en su imaginación. El felino lo observaba desde el brillo de sus ojos, con el pelo erizado y una media sonrisa dibujada en los labios. Luis gritó. En mitad del silencio de la noche, su grito recorrió todas las plantas del edificio. Algunas ventanas se iluminaron y el tacón de un zapato golpeó el techo. Debían de pensar que estaba loco, ponerse a gritar a medianoche como un lobo. Pero ¿es qué ellos no veían aquella niebla? ¿Acaso no escuchaban el maullido de aquel gato?
Encendió la luz para vestirse. Frente al espejo descubrió a un hombre escuálido, con ojeras profundamente marcadas y con la piel brillante debido al sudor. Se dio una ducha; el agua estaba fría, pero no le importó.
Era la una y cuarto cuando sus zapatos pisaron la acera. La calle estaba en completo silencio, incluso el maullido del gato había callado. Se ajustó el cuello de la chaqueta y comenzó a caminar. Se sentía indefenso, el sonido de sus pasos le delataban igual que a Pinocho le delataba su nariz. Aun así, era incapaz de detenerse. Había emprendido una huida hacia ninguna parte.
En aquel momento ocurrió lo inesperado. Un gato negro como el carbón atravesó la calle corriendo, desafiándolo a seguirlo, retándole a meterse en la madriguera de conejo. Luis aceptó la provocación y se lanzó en persecución de aquella sombra. Corrió tras ella hasta un edificio gris, del mismo gris que la niebla que había tomado las calles. El gato se coló en el interior por la puerta entreabierta. Luis se detuvo frente a la pequeña escalinata, levantó la mirada para leer el cartel que colgaba de la pared: «Hotel Muerte». Se estremeció al susurrar aquellas dos palabras. Se encogió de hombros y acto seguido empujó la puerta. Esta se abrió con un suave chirrido de goznes. Al contrario de lo que había esperado, la recepción del hotel estaba limpia y bien iluminada. El suelo de porcelana formaba un tablero de ajedrez de cuadros blancos y rojos. Sobre el mostrador de caoba, descansaba un único objeto: un gran libro de tapas oscuras; en la portada podía leerse «Libro de visitas». Luis buscó con la mirada al gato, sin encontrarlo. Estaba a punto de comenzar a explorar el lugar, cuando unos pasos se escucharon a su espalda. Al darse la vuelta, encontró a un hombre menudo, de aspecto enfermizo, que vestía ropas que le estaban demasiado anchas. Durante unos instantes, ambos se miraron a los ojos, preguntándose quién sería aquel hombre con de aspecto demacrado que tenían delante. Luis sonrió al desconocido, tal vez como muestra de buena voluntad. Sonó entonces el timbre de un teléfono. Ambos dirigieron la mirada hacia un aparato que colgaba de la pared. Era un modelo antiguo, de los que tienen una rueda para marcar los números. Después del cuarto timbrazo, el desconocido alcanzó el auricular y descolgó. Permaneció a la escucha durante unos segundos. Asintió con gesto severo y, a continuación, estiró más el cable y dirigiéndose a Luis dijo:
─Es para usted.
Luis lo miró con desconfianza, pero la curiosidad lo atrajo hacia el teléfono igual que el ondular de una tela hace con un gato. Agarró el auricular y respondió:
─Habla Luis Sánchez. ¿Quién es usted?
Desde el otro lado de la línea, le respondió el maullido de un gato.
Luis, sobresaltado, dejó caer el teléfono. Sus ojos anhelantes buscaban a su alrededor una respuesta. El desconocido lo observaba con la misma curiosidad con la que se admira a los animales de un zoológico.
─¿Desean tomar una habitación? ─preguntó un hombre desde detrás del mostrador.
Ambos se volvieron hacía él. Era un hombre alto y enjuto que vestía un traje sobrio de color negro. Los labios dibujaban una sonrisa carente de vida y los ojos tenían el brillo de quien ha descubierto un tesoro enterrado.
El desconocido no tardó en estampar su rúbrica en el libro de visitas. Ni siquiera preguntó el precio o si tenía baño propio. Le bastaba con tener una cama donde reposar su cansado cuerpo.
─Habitación número trece ─indicó el recepcionista.
El desconocido tomó la llave y desapareció escaleras arriba.
Luis estaba desconcertado. ¿Qué debía hacer? Aquel era un lugar extraño pero, después de todo, llevaba dos noches sin dormir. Tal vez allí consiguiera descansar, al menos por unas horas…
─Firme aquí, por favor.
Luis firmó.
─Estupendo. Esta es su llave.

Luis tomó el camino de las escaleras. Después de unos pocos pasos, se detuvo para mirar la llave. Estaba enganchada a un gran llavero redondo de color negro donde podía leerse: «13B». Cerró el puño y continuó escaleras arriba. Todo el suelo estaba enmoquetado. Avanzaba por el corredor con el sigilo de un gato, dejando puertas a derecha e izquierda. Finalmente llegó a la habitación 13B. Abrió la puerta y se coló sin encender la luz. Dentro estaba muy oscuro y apenas podía verse los pies. Tanteó las paredes con las manos, tratando de descubrir un interruptor, pero terminó desistiendo. Tropezó con una cama y se dejó caer sobre ella. A su alrededor parecía haberse creado un universo de algodón, silencioso y suave que comenzaba a llevarlo hacia el sueño.
Transcurrido un tiempo, con los parpados cerrados y los sentidos desvaneciéndose, Luis escuchó un grito. Reconoció la voz del desconocido, aunque esta vez, sonó muy distinta. La voz se había convertido en un grito animal. Luis saltó de la cama y, dirigido por la locura, corrió en mitad de la oscuridad. Tropezó varias veces antes de abrir la puerta y regresar al corredor enmoquetado. Allí continuó corriendo, poseído por un terror atávico que le ordenaba que no se detuviese bajo ningún pretexto. Alcanzó por fin las escaleras, y las bajó saltando tres escalones en cada zancada. Estaba tan próximo a la salida, que cuando al llegar al rellano trastabilló y cayó rodando el último tramo de escaleras, no fue consciente de que había tropezado con un gato negro.
Aunque el golpe fue mortal, su vida se prolongó lo suficiente para ver al maldito gato negro caminando elegantemente hacia él, para sentir su ronroneo en los oídos, acunándole con la dulzura de una nana.

Autor entrada: Pedro Polo

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